Historia de un museo de la Historia sin Historia
Para hablar de su Prehistoria tendríamos que recurrir a las sabias palabras del Maestro
Pintor, como cuando decía aquello de “Se derriban muros centenarios, se
colocan escaparates inadecuados (y museables) en su lugar, y el bobo de turno
se queda con la boca abierta al ver su imagen reflejada en el cristal”. Sus
acertadas críticas, dirigidas a aquellos que de forma sistemática se
encargaron, siguen encargándose, de echar abajo el muy mermado Patrimonio Histórico
de esta noble ciudad, hacían a menudo mención de este edificio tan emblemático
y tan maltratado.
La Edad Antigua de la añeja casa fue muy curiosa. Terminadas las obras, se
les pasaron más de dos años pensando en qué hacer, qué poner, cómo colocar. Se les
pidió a los vecinos colaboración y algunos aportaron objetos que consideraban
merecedores de ser expuestos en el contenedor.
“Arevalorum” le llamaron. Un
nombre que parece una chanza. “De los arévalos”; no sé a vosotros, pero
a mí me suena a pescadería de capital de provincia. Hasta en la elección de ese
nombre latinizado se aprecia de lejos el derroche de elegancia y de cultura
que poseían los promotores.
A lo largo del proceso tuvieron a
bien hacer perder el tiempo a un pobre estudiante, cuya estancia en esta tierra
le permitió pasar a formar parte intrínseca de nuestra colección de aforismos
populares. “Estoy más deprimido que el becario del Museo” se llegó a decir por aquel entonces.
Y por fin llegó el día de la
apertura. La inauguración fue de bajo nivel. No hubo ni fanfarrias ni
alharacas. Por no estar no estuvo ni el alcalde.
Cambiaron de becario. El nuevo se
encargó de abrir algunos días a la semana y enseñaba, con más voluntad que
medios, las piezas, paneles, copias y facsímiles repartidos por las salas. Conformaban estos como un batiburrillo
indeterminado. Se podía ver, sin moverte del sitio, una reproducción de un
fósil de tortuga del terciario junto a unas pesas de telar del siglo IV. En el
suelo lucían arrinconados molinos de época vaccea junto a tejas traídas de
cercanos yacimientos, y, al lado, piezas de molienda que alguna vez formaron
parte de alguna fábrica de harinas. Los paneles, muy llamativos sí, mostraban
imponentes sus errores ortográficos corregidos a mano. Daban a entender, a poco
que te fijaras, que los montadores conocían de soslayo, muy de soslayo, la
Historia de Arévalo y de la Tierra. Ni de cuántos eran los linajes parecían
estar al tanto.
Luego vimos que la calefacción no
funcionaba; que el cañón de proyección no estaba bien alineado; que tampoco
había posibilidades de disponer de una conexión externa desde un ordenador; que
si querías dar una conferencia acompañándote de imágenes tenías que agenciarte
tu propio proyector; que las prometidas piezas que iban a venir desde el Museo
de Ávila nunca llegarían, debido, entre otras cosas, a que nuestro contenedor
expositivo carecía de medios que permitieran controlar y mantener
temperatura y humedad relativa necesarias para tener allí ningún objeto que
tuviera el más mínimo valor.
Ya se sabe, cosas de la Edad
Media.
Llegada la Edad
Moderna nos sorprendieron con un amago de cierre de “Arevalorum”.
A poco más de tres meses de la apertura decidieron que no se podía mantener más
al becario. Y a punto estuvo allí de acabarse el invento. Algunos opinamos que
parecía que no había proyecto. Vamos, que no existía un plan definido para “El
Museo”. Y se nos enfadaron. Dieron muestra indubitable de no tener temple
para encajar una mínima crítica. Nos llamaron a capítulo y quisieron echarnos
la bulla. En un momento de la conversación dijimos: ¿pero hay un plan
para el “Museo”? Y pusieron cara de póquer; como preguntándose que qué
era eso de un plan. Era evidente que no lo tenían.
Siguió abierto el lugar a trancas y
barrancas. Con otros becarios, con voluntarios, con tejes y manejes, sin plan,
sin continuidad, sin coherencia... Pero, eso sí, siguieron gastándose dineros
públicos, o como dicen por aquí “disparando con pólvora del Rey”.
La Edad Contemporánea les trajo una solución. Alguien les propuso que aquello
podía utilizarse como centro de recepción de visitantes para el evento que iba
a acontecer. Sería, además, un espacio en el que estarían representados los
pueblos de la Tierra de Arévalo. Se quedó en eso, en propuesta. Unas imágenes
de Madrigal y de Fontiveros en las paredes y el despacho de entradas fue todo
lo que pudimos ver allí. El día de la inauguración, como llovía, sirvió para
resguardarse a algunos de los invitados.
Terminado el gran evento permaneció
durante varios meses cerrado. Algunas propuestas de racionalizar su uso se
quedaron en el camino; pero ya lo dice claro el sabio refrán: “Ni comen las
berzas ni las dejan comer”, y... vuelta a empezar.
¿Y qué va a ser en el futuro? Bueno, pues... nos han dicho que han vuelto a abrir. Iban
a darlo una vuelta. No sabemos si se ha hecho de la mano de “grandes
expertos en espacios museísticos”.
Al parecer han llevado al lugar viejos paneles procedentes de otras
exposiciones, de unas que se hicieron hace diez u once años. Todo muy novedoso
y muy actual, ya veis.
Aún no hemos podido acercarnos a ver
los resultados. Lo mismo esta vez nos sorprenden y el “De los arévalos”
que otrora fue una burda amalgama de objetos sin orden ni concierto ha dejado
de ser algo que nunca tuvo ni medios, ni propuestas, ni contenidos, ni nada que
sirviera para contar ninguna historia y pasa a ser ahora un lugar que merezca
la pena visitar.
Y mientras tanto las basuras se
acumulan en el puente del Cementerio que sigue siendo el mayor y más vergonzoso
de los estercoleros que tenemos en Arévalo.
Juan C. López
“La Llanura” número 59 de marzo de 2014
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